2008/02/24

De filósofos y oficinistas

Me presento ante la discreta y finísima visita sobre la que, el ahora coautor de este blog, a menudo alardea. - me comentaba el otro día Ark - las visitas son como las mujeres, tenlas (sic) esperando y disfruta a la semana de los beneficios de la locura amorosa de las bellas doncellas seguras de su agraciado rostro, o bien, para ser más realistas y que mis estimadas visitas que tanto me importan se sientan identificadas, disfruta del suicidio de esas detestables albóndigas que en aquel callejón por donde pasas te andan espiando, esas que nunca faltan.

Yo asentía a sus maduras reflexiones, no obstante le respondía que, a pesar de que el dichoso caballero tuviera harta razón, un mes era muy distinto a una semana. El contraargumentaba, con el entrecejo a medio estirar (seguro que piensa que pone una cara de fregón con eso), que ahora que es oficinista asalariado, no le queda otra alternativa que dejar que el sistema le consuma y, no bien llegue a la jubilación (si acaso algo de júbilo supone el cabello gris, las impotentes extremidades y ese olor a repostería rancia que surge de los poros consumidos), poder entonces libremente escribir blogs sobre las miles de experiencias que suponían 8 horas de estar sentado frente a un escritorio, con una camisa donde esta impreso la graciosísima palabra-concepto de autopartes.

Yo le decía, entonces que podría ayudarle con la carga pues, si de algo disponen los filósofos como yo, es de tiempo libre, que el ambiente del asalariado es un misterio para ellos y que, si acaso conocen el mundo a las 7 de la mañana, ello se debe a su antigua juventud, cuando tenían que dirigirse a la estúpida secundaria a tratar con profesores obtusos y con insufribles compañeros de aula. Así es, señoras y señores de discreta presencia, por esta ocasión vuestro anfitrión, es un filósofo.

Ante todo, borre sus prejuicios. Si, ese que está pensando. No, no soy un muerto de hambre. No, usted se equivoca en eso otro también. Así es, el pasto es pasto y se acabo.

Mire usted, cuando escuche hablar de filósofos debería imaginar, no esas rastras malolientes y esa "actitud rojilla" inaguantable sino, más bien, la silueta particular de mi padre, Bertand Russell:






Aquí aparece mi padre la otra tarde en que lo fotografiaba antes de que saliera en su Rolls Royce a dar una cátedra en Cambridge.

Fíjese seriamente en la inglesa y elegante categoría de nuestra estirpe pensadora. ¿Observa acaso algún rastro de marihuana o de tambores hippies cerca de su rigurosa presencia? Por supuesto, el título de "Sir" que avala nuestro aristocrático origen nos permite mostrarnos al común de los mortales como lo que usualmente aparece si usted visita esas apartadas facultades de filosofía. Naturalmente, si hiciéramos notar a rienda suelta todas las comodidades que poseemos y la tranquila soltura de nuestro movimiento...¿usted cree que existirían oficinistas, boleadores de zapatos, camareros y demás colgados?





Percátese de la influencia que provocan los filósofos aún muertos. En esta tumba de mi fallecido tío Ludwig Wittgenstein, usted puede ver 191 centavos, un limón, un pay, una taza marca Mr. Kipling, y una rueda que utilizan los budistas para orar. ¿Que otra tumba conoce con tan diversos homenajes?












En general, no cualquiera puede ser filósofo. Se necesitan años de intenso estudio y una mentalidad privilegiada para pensar cosas profundas. Todo en ellos está calculado: la manera de colocar las manos, la manera de mirar. Los filósofos saben absolutamente lo que quieren.






¿Y qué pasa cuando el filósofo empieza a hablar del superhombre? Son erigidos por la multitud como el gran logro del siglo XIX. Al menos un millón de tesis ha despertado el pensamiento de esta gente. Al final, resulta que el superhombre no es otro sino el mismo filósofo.